8/18/2007

TRES: alice's fantasy running wild

Trazo la brisa de la avenida con mi auto. La cruzo y no salto porque sería suicidio abrir la puerta y lanzarme estripitosamente contra el suelo a estas velocidades. Odio los tapones mas he decir, por resonancia, que detesto los tampones. Encuentro placer en sentir los jugos estratificarse como raíces en mis muslos. Precisamente estoy en uno de esos días, me hace sentir famélica. Mi madre una vez me gritó porque había manchado mi cama, me gritó con las manos. Tenía hambre, era de mañana, y ahora que lo pienso bien, quizás por eso mismo se me revuelcan los ácidos del estómago cada mes por una semana. El único escape predispuesto para el estómago es la flatulencia, por ahora no incluyo el vómito. Mis particulares escapes son rojos, a veces con un tinte de marrón. Hay personas que trabajan con en estos tipos de fugas, aquellas gaseosas y líquidas. Cuando pequeña mi madre una vez contrató a un plomero para llevar a cabo las obras de mi padre ausente, fue el mismo día del suceso de las sábanas. Vorazmente sobrepasó su oficio y logró realizar más de un trabajo.

Todo está distante. A veces pienso que soy la tangente de mi propio alejamiento. Y así mismo, distanciada de la brea y el fúnebre zumbido de carrocería, siempre ando enlutecida en la histeria de su físico: aceleraciones fugaces, frenos llorones y gritos instintivos. Todos los días soy cómplice de su contenido usual y ordinario. No fue así en sus principios. Los padres, contrario a la madres, se encargan de dar las clases de cómo conducir. Las dos manos en el volante, la mirada de los ojos siempre al frente; nunca lateral. Mientras yo manejaba el carro, mi nuevo padre me manejaba a su forma. En uno de eso viajes, mientras él disfrutaba de mis contornos presioné profundo, y desprovistamente, el freno. La frente de mi nuevo padre acarició el cristal. Los policías no tardaron tanto en llegar, no puedo decir lo mismo sobre la ambulancia; olía a combustible y a la sal desprendida de mi cuerpo. Creo que aún su dedos estaban en mis interiores. Es verdad lo que se dice de los muertos y sobre la contracción de sus músculos. Lo vemos en las gallinas decapitadas, continúan con el ritual de su baile mortuorio, luego de haber sido llevadas por la función del machete. El baile de mi último padre gradualmente se convirtió frío y lento, hasta que sólo quedaba embalsamarle las plumas. Los baños fríos calman el alma. A mí también me da hambre cuando me baño.

El chillido de las gomas aún llevan la sangre de mi perro. Quisiera imaginarme que para todos lados que atravieso, él me sigue con su propio paso, lentamente agotando su cáliz. Extendiendo su existencia, hace de mi hábitat el suyo. Pero yo no he de frecuentar su suplicio. Honestamente, tampoco lo anhelo. Sólo pienso en que aquí, por lo menos, las moscas no me alcanzan. Vivo encubierta atrás del cristal, mi sumo protector. Yo soy un pez y vivo en mi pecera con figurines amorfos y cofres de tesoros. Aunque no parezca, los peces de peceras alaban el vidrio, el límite y su espacio. No cambio de carril; mi padre ficticio no hubiera querido, lo hacía sentir incómodo. Decía que llamaría demasiada atención, la disparidad del movimiento de una chica joven en un auto. Uno permanece fiel al camino, al eterno andar del asfalto. A mí me gustan los camiones, en especial los que llevan caballos. Ellos compactan mi ritmo, entienden mis silencios. A través de los años me he adiestrado al hedor de los caballos, más que los caballos al olor empírico de sus dueños jinetes. Los nombro como cliché en película, por seguirle el hilo a la fantasía. Yo era una niña que vivía en un mundo fantasía. Sólo que me equivoqué de las puertas del castillo. Mis llaves maestras siempre fueron diferentes a las de otras niñas, esplendorosamente más gruesas e infinitamente más incestuosas.

Alicia vive en el país de las maravillas, se mete por huecos maravillosos, le habla a animales maravillosos, bebe tazas de té y son espléndidamente maravillosas, naufraga por mares funestos, pero jamás le quita que sean menos o limitadamente maravillosos, juega a los naipes y los naipes le responden en idiomas maravillosos, los corazones no son corazones sino corazones de válvulas maravillosas y las plantas fotosintetizan maravillosamente en el país maravilloso de Alicia y Alicia huele las flores y se encabuya en su maravilla, cuando se llora en el país de Alicia se crean océanos maravillosos, Alicia también experimenta orgasmos maravillosos y se cae y cayó maravillosamente de regreso y ya no existe la maravilla y el conejo se la robó. Ojos... y manos... siempre... al frente. Escapo de mi propia mirada y el reloj exhibe su ajena hora.

6/23/2007

DOS: la fruta más peligrosa




Son las seis de la mañana. He pasado dos semanas sin mi perro. Estoy despierta y no tengo sueño. Siempre me levantaba a esta hora para darle de comer. Ahora amanezco sentada, en esta silla, mirando a las moscas sobrevolar por ese pedazo de tierra remolida. Usurpan los tejidos descompuestos por el verde de la grama. Cuando pequeña, mi madre me enseñó a no comerme las semillas. Siempre me hizo creer que un árbol crecería dentro de mí. Y que las ramas se alargarían, saliéndose, por mi boca.


Odio decirlo, pero tuvo razón. A los cadáveres les crece pasto en sus intestinos. En las palabras de mi madre, podría decirse que les crece un árbol. Yo vivo rodeada de árboles. Muy a menudo pienso que, en vez de árboles, vivo rodeada de animales catalizados por la espesura de la tierra. También veo a los humanos como animales; así que, por las mañanas, nunca me siento sola. De vez en cuando, me da por salir a caminar descalza por la parte trasera de mi hogar. Mis manos me tiemblan cada vez que las acerco para sentir los troncos de madera. El pánico se debe a que sé que, un día, me devolverán el tacto con sus ramas. Hace poco confundí su contestación por el movimiento que les provocó el viento. Pensé que me había llegado la iluminación. Abrí la boca con el esmero de que alguien o algo se apoderara de mí. Sólo recibí la caricia de hojas secas en mi lengua.



A los cadáveres, luego de ser presionados bajo la corteza del suelo, les comienza el proceso de naturalización. Vuelven al polvo, al fango, la roca y la arena. Esto es lo que se conoce como tierra. La señorita Misis Estrella llevaba todos los lunes al salón una pecera, para ese entonces, muy peculiar. No tenía agua ni peces adentro. La primera ocasión que cargó con ella todas las niñas y niños corrieron hacia su escritorio. Yo me quedé quieta, sentada en el pupitre. No puedo explicarles, pero, en ese momento, presentí la maldad atrás del espectáculo de la pecera que, en fin a cuentas, no era pecera. Ocultaba un conocimiento demasiado severo para la ignorancia de aquellos pequeños espectadores. Dentro de la pecera había un laberinto de tierra. Los gusanos seguían el rumbo inequívoco entre las vitrinas de cristal. Misis Estrella pareció haber decorado los pasadizos de la pecera con cofres de piratas, diminutos letreros que leían “Bienvenidos a nuestro hogar” y, sobre la superficie, grama artificial junto a rastrillos y personas miniaturas de juguete. Siempre tuve la mala impresión que el “nuestro” del letrero no era exclusivo a los gusanos.


Me pregunto si a los gusanos les ha sabido exquisito mi perro. Retiro lo dicho. Quizás no se trate del gusto. En mi nevera hay una larga fila de hormigas. Me da miedo darme cuenta que, al abrir el empaque de jamón, las hormigas hayan consumido de la carne. Todavía no ha sucedido. No sé qué es lo que las atrae a la nevera. Ni siquiera de dónde provienen. He intentado seguir su tramo, pero doy por vencida cuando llego desde la nevera hasta afuera de la casa. Se pierden entre la infinidad de la grama. Me alegra pensar que le estén llevando de comer a mi perro. Pero para satisfacer su estómago se necesitan más que hormigas y gusanos. Desde muy temprano, al amanecer, exigía de mis hendiduras. Yo le preparaba la comida. Él se recostaba en el suelo mientras observaba el movimiento forzoso de mis caderas al rebuscársela en el saco. Ahora me encuentro en la mesa de desayuno, mirando hacia fuera de la ventana. Tratando de traducir el idioma de los árboles. El jamón en mi boca. Y tragando la ausencia de su sal.


He espantado algunas moscas de mi plato. Parsimoniosas, sugieren que les guarde un pedazo de jamón. La piel de cerdo es muy parecida a la mía. Demasiada parecida a la textura de la piel humana. Las moscas siguen insistiendo en su vuelo sobre el jamón. Antes no tenía este problema. Si me recuerdo bien, nunca tuve que espantar moscas de la comida. Mi familia y yo solíamos vivir en el campo. Cada noche nos permutábamos en una sola habitación. La hora de dormir siempre fue precisa. Recuerdo que apagábamos todas las luces. No se podía ver nada en lo vasto de aquella oscuridad. Tenía que esperar a que mi pupila se ajustara para poder ver la complejidad de los grises. En ese cuarto aprendí que existen sombras que paren sombras. Como el movimiento de aquellas palmas sobre los contornos de otras plantas y aves. Cada una extrayendo su propia y distinguible sombra. La sombra de mi padre era la primera en morir. La mía siendo la última. Las moscas se pegaban a la boca de mi padre. Él parecía escupirlas con sus exhalaciones. Casi no sucede, pero, en esa habitación, también aprendí que las moscas algunas veces se equivocan.

Jamás he estado segura si Misis Estrella estuvo consciente de la moraleja atrás de los gusanos. Quizás su madre nunca le advirtió sobre el peligro que conllevaba tragarse las semillas. Un viernes la maestra decidió celebrar el día de las frutas. Cada una y uno teníamos asignado llevar nuestra fruta preferida. La mayoría de los estudiantes trajeron peras y manzanas. Yo llevé una ciruela. A todos nos tocó explicar la razón por la cual, la fruta que habíamos escogido, era nuestra preferida. Luego de haber terminado con mi discurso, todo el salón se llenó de risas. Algunas niñas lloraron del pánico. El sólo pensar que sus cuerpecitos sufrirían una implosión repentina las volvió histéricas. Yo me quedé calmada. Tras que había escogido la fruta de semilla más grande, conocía que los edificios nuevos, usualmente, no se derrumban.


¿Qué habrá sido de ellas? ¿Qué del temor de aquellas niñas? Disueltas, me las imagino ahora madres de criaturas igualmente aterrorizadas. Criaturas cultivadas por el verde que hoy comienza a encerarse en el estómago de mi perro. Insolentemente, el esmeralda planta sus raíces desde el pecho a la cabeza, hasta romper su cráneo, divulgándose a la tierra. Las hojas le nacen, y junto la risa de las hormigas. Ese día, en el salón de clases, pude descifrar el llanto más punzante. Sobre el escritorio estaban colocados sus tacos, su espalda y cabeza arqueada mientras se llevaba una fresa a la boca hecha carcajadas. Misis Estrella cayó casi muerta del asiento. La fresa, mi madre dijo, es la fruta más peligrosa.

6/18/2007

UNO: otro tipo de muerte


Ayer un carro mató a mi perro. Lo encontré tirado en la calle lleno de hormigas con el rostro aplastado. El anonimato de sus dientes me revolcó el estómago. No pude evitarlo. Nunca había visto, menos aún, olido, ese tipo de carne. Me refiero a la muerta, porque llevaba ya hace cuatro años con la costumbre del roce de su piel; la cual era muy distinta a la carcomida.

Siempre dormimos juntos, recuerdo que se acurrucaba entre medio de mis piernas. Extrañamente amanecía a mi lado, justo en la otra almohada que utilizo como decoración. Soy una mujer simple cuando se refiere a la práctica del sueño. Sólo necesito de una almohada para reposar el cuello. Ahora, cada vez que llegue la noche, me dará lástima sentir la ausencia que acompañará a la otra. Tendré que hacer una de las siguientes: o deshacerme de la almohada y someterme a la recién adquirida asimetría del cuarto o, simplemente, tratar de ignorar su existencia. Por razones inevitables terminaré optando por la segunda, aunque reconozco que se me hará imposible descartar su cercanía. El olor a perro no es fácil de enmascarar. He escuchado decir que se recomienda perfumear las telas con el aroma de vainilla. A lo contrario, jamás se debe de regar olores ácidos, como los de la china y las fresas, en las sábanas y almohadas. Específicamente porque los perros suelen mearse en la cama, y la mezcla ácida agudiza el mal hedor. A mí me encanta la vainilla. A pesar de esto, debo decir que reservo un grado de escepticismo con respecto a su eficiencia aromática. Existe la posibilidad de que, en alguna ocasión, sustituya, una por la otra, las almohadas. No quisiera imaginarme el día que se le vaya el aroma cremoso y le regrese el original. Despertaré erosionando el tacto sumiso del colchón con el entrecruzamiento de mis brazos. Mi boca también pegada a él, como si se tratase de un beso.

Solía besar mucho a mi perro por debajo de su ombligo. Al hacer esto, él abría más las piernas. Disfrutaba mucho del juego, aunque, para mí, no lo era. A nuestros animales, no importando la gravedad de su irracionalidad o torpeza, se les debe acariciar. Hasta en su propia muerte se merecen la sutileza de un frote. Hay diferentes tipos de muertes. Por ejemplo: yo muero cada vez que me quedo dormida. En realidad no sé, pero para mí eso es un tipo de muerte. Mi perro también moría conmigo cada medianoche. A veces resucitaba antes que él y aprovechaba para darle un buen frote con la mano encargada por el movimiento de mi codo. Así lo despertaba cada mañana. Y el procedía a asistirme con mi resurrección. Retrocedía al entremedio de mis piernas y comenzaba a lamerme. Siempre me ha intrigado a qué se debe la fascinación de los perros hacia las vaginas de las mujeres. Yo quería mucho a mi perro. Por tal razón, todas las noches le obsequiaba el calor de mi cuerpo, exento de ropa interior. Lo hacía sólo por facilitarle la entrada, porque, muy bien, no necesitaba de mi ayuda. Hubo momentos que me arrancó el pantie con sus dientes. Cuando llevaba a cabo el mordisco me llegaba a las espinas. Podría decir que hasta me hacía sentir placer. Su lengua era muy ingenua, de esas bien largas que se envuelven y retuercen por los espacios más amenos y precisos.

Mi perro era bien especial y no lo digo sólo por el hecho que fuera mío. Sino porque era de esos perros vampiros. Anteriormente había tenido otros perros que no se me acercaban cuando sangraba. Tenían el olfato entrenado para alejarse de mí cuando estuviera en esos días del mes. Sin embargo, comoquiera ansiaban de mi roce compasivo. Se los notaba en la dependencia de sus ojos. Opuestamente, él no era así. Me lamía con más intensidad cuando se me salía la abundancia del periodo. Daba mucha gracia la manera en que se le ensuciaba el hocico y los dientes. Ayer no me dio gracia las manchas de sangre en sus colmillos. Tampoco la disfunción de su lengua partida en dos. Es tan punzante la impresión de la incapacidad de un cuerpo, que en un tiempo, fue potente. El marrón en sus ojos a penas era visible. Ya casi comenzaba el gris a cristalizarse en su pupila. Mi perro frecuentaba cerrar los ojos mientras le rascaba por abajo y le agarraba las pelotas. Perpetuamente era algo extraño. No con el sentido de que cerrase sus párpados, sino de mi insistencia de procurarle los huevos. Pudo haber sido su textura esférica y venosa que provocaba en mí una nueva especie de asiduidad.

Una masa de órganos y grasa se expulsaba gradualmente de donde antes colgaban sus testículos. La goma del automóvil hizo su marca en el mismo epicentro de mi canino. Me pregunté cómo podría haber sucedido esto, la creación de un cuerpo tan frágil. Sin embargo, no es justo culpar tan ciegamente lo parco de su anatomía. En vez, imputaré la creación de aquella máquina, cuya ferocidad perpetúa entre motores, cables y gasolina. Hablo del automóvil; el fino causante de la muerte de mi perro. Nunca en su vida persiguió carros. Eso sí, disfrutaba los fines de semana que, juntos en la autopista, íbamos de camino a la playa. Ostentaba por la capota abierta y reducida. Me imagino que el viento causaba en él un tipo de entretenimiento. A mí se me ponen los vellos de punta cuando me soplan y me muerden la oreja. Digo vellos y no pelo, porque sé diferenciar la sensualidad que cada palabra otorga. Es raro pensar que los perros tengan la habilidad de soplarle a uno en el oído. Pero recuerden que mi perro era bien especial. Me soplaba, y su soplo era de esos calmados y continuos. Al principio no comprendía la contracción de su talento. Ignorante aún, me fijaba en su boca. Poco después descubrí que el aire se originaba de la nariz. Fue en una de esas noches de las cuales restregaba su saliva con la mía. Palpaba la lengua en mis entradas junto con el cosquilleo arduo y descontrolado de sus exhalaciones.

El impacto fue de tal magnitud que lanzó sus partes a metros de distancia. Encontré varios dientes, desencajados de sus encías, sobre la acera y el pastizal. Decidí quedarme con ellos y en sucesión arranqué los otros aún pegados a la boca. Un canal de negro entremezclado con rojo iluminaba su garganta. Busqué unos guantes y empecé a arrastrarlo por el medio de la calle. Mantuve un buen agarre en su piel. Mi perro era demasiado grande para yo sola poder sostenerlo. Su espalda, particularmente, era ancha. Mientras cavé el hoyo en la tierra recordé aquellos momentos que se tiraba sobre mí y mis brazos apenas podían abrazarlo. Tuve suerte que se me hizo fácil desplegar la comisura de la tierra. Deshice del cuerpo enterrándolo en la parte trasera de mi casa, donde cualquiera confundiría por un bosque debido a sus extensas yardas de grama y la cantidad excesiva de árboles de plátano y mangó. Existen personas que desecan sus animales para exhibirlos, majestuosamente, en las salas del hogar. Esto me causa gran temor, verme vociferando mi llegada a una estatua desfigurada. O peor aún, a cenizas ocultadas en un jarrón de porcelana que, seguramente, hubieran insinuado, en mí, a lo largo del invierno, alergias severas. Por eso escogí arrancar la remanencia de sus dientes. Eran cuarenta-y-dos en total. Cuarenta-y-dos víctimas que ahora susurran a mi oído.

Cuando los animales mueren se les escapa una sonrisa. Esto es cierto. El dolor se exhibe en el discurso de la boca y los labios como una alegría desatentada. A mi perro igualmente se le escapó una sonrisa. Es algo desorientador pero ocurre. A mi padre también le sucedió lo mismo en la cama del hospital. Era muy niña. Creo que murió de los pulmones. Increíble, ni siquiera estoy segura de la causa de su muerte, pero sí recuerdo, con exactitud, la mueca con la cual se despidió en la blancura de su reposo. Ahora que lo pienso bien, no es inusual. La mayoría de los niños conocen precisamente la composición y las siluetas requeridas para administrar una sonrisa. Mi madre lloraba en copos a su lado. Parece que, al pasar el tiempo, a la gente se le olvida que, atrás de esa sequía, abunda una atenuante concavidad. Ya adulta, creo que soy una excepción. Con mucha causa y efecto, jamás me he contrapuesto a la posibilidad de que una muerte sea feliz. Sin embargo, me cuesta mucho pensar que, en mi exclusiva muerte, mi rostro relucirá este estilo de calma. Quizás es el cuerpo mismo, el que está sonriendo. O quizás se debe a la susceptibilidad y necesidad de los músculos a contraerse. Finalmente, después de todo, sólo estoy segura de dos realidades. Uno. Mi perro necesitó de dientes para ejecutar la sonrisa de su muerte. Y que, sobre todas las cosas, ayer mi perro paró de reír.